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sábado, 16 de agosto de 2014

A LA MUERTE DE HENRY PEASE

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Por: Rolando Breña
Hildelbrand en sus Trece
 
Afirmábamos en una nota hace algún tiempo, que los políticos y los partidos nos estábamos volviendo analfabetos, y que la política peruana era también más analfabeta. No, por cierto, por culpa de la política en sí misma, sino de todos cuantos pretendemos ejercerla.
Es necesaria una cruzada para retornar la política a sus reales contenidos, esencias, objetivos. Rescatarla de su divorcio cada vez más notorio del conocimiento, de la cultura. De reconstruirla desde sus bases doctrinarias y de principios, reconquistar sus cimientos y sus sentidos filosóficos. Tenerla siempre como una visión estratégica, de conjunto y a largo plazo. En la que la ética y la moral sean compañeros o componentes esenciales. Sin estas premisas cualquier acción política derivara en lo que tenemos hoy como política y como políticos en el Perú.
La política es, debe ser siempre teoría y práctica (“sin teoría revolucionaria, no hay práctica revolucionaria”, escribiría Lenin). Pero en los últimos años quizá uno de los déficit de nuestra izquierda orgánica (militante quiero decir) ha sido la debilidad teórica y política. Arrastrados por la vorágine del día a día, de lo inmediato, de las tentaciones y los desafíos de la coyuntura; de las ilusiones, aun frustradas y frustrantes de su unidad, no siempre para acumular fuerzas en proyección de los grandes objetivos de transformación, sino de la conquista de espacios electorales y de gobierno, que tampoco supimos gestionar con exito. Nuestras tácticas y estrategias fueron ganadas por el cortoplacismo, las metas menudas y las contradicciones y rencillas internas, intranscendentes, y porque no, la adecuación a lo que siempre habíamos cuestionado.
Disculpen sino me refiero directamente a Henry Pease. Escribí una al respecto en otro medio de información local. Sin embargo su muerte, muy sentida de veras, suscita algunas reflexiones entre la siempre dificultosa relación entre la intelectualidad y los partidos de izquierda. Henry Pease fue un intelectual, un académico, un investigador valioso, que entró a la práctica política abierta y militante principalmente en los tiempos de Izquierda Unida y hasta después de su fraccionamiento, fue su candidato presidencial incluso enfrentando a Alfonso Barrantes de quien fuera teniente alcalde y motor de su acción municipal.
Cuando un intelectual reconocido entra a las difíciles y exigentes condiciones de la militancia, lleva siempre al partido un aire fresco y renovador que ayuda al trabajo de reflexión, al perfilamiento programático, a la necesaria presencia de los nuevos conocimientos y eleva el prestigio partidario. Pero sucede que el intelectual casi siempre desconfía de las estructuras y de las líneas partidarias o la forma de entender principios o ideología, como si tal vez pudieran entorpecer su antigua independencia y libertad para tratarlos sin prejuicios o dogmatismos.
Por otro lado las estructuras y militancia partidarias, si es verdad que necesitan, aprecian y buscan intelectuales, también a veces sienten cierto temor a que pueda desbordar las fronteras ideológicas o políticas y, queriéndolo o no, desnaturalizar los parámetros partidarios.
Es una relación confianza-desconfianza mutua que todavía no ha encontrado un mecanismo capaz de resolverla adecuadamente.
Los izquierdistas necesitamos de la intelectualidad y ellos requieren de los partidos para que la acción política sea fructífera; con conocimiento, ciencia, cultura, práctica, organización, estructura, estrategia, tácticas, liderazgos…
La acción política no puede ser mera estructuración intelectual ni mero practicismo estéril. Todavía estamos atrapados en esta contradicción, además de otras, claro.
La militancia de Pease en Izquierda Unida es en este sentido una experiencia importante de la que falta aun extraer reflexiones y enseñanzas. No solo de la suya, obviamente, sino porque fue una figura sobresaliente, y como ser humano, como todo izquierdista, con luces y sombras.
Por último, no se trata solo de incorporar intelectuales a la acción política, sino que los propios partidos generen, produzcan, construyan su propia intelectualidad. Y aquí no estamos en déficit, estamos en crisis. Pero mucho ojo, un intelectual de partido no es solo el propagandista, el defensor de la ideología y de la línea partidarias, de sus principios, de sus tácticas y estrategias, el cruzado partidario. Es mucho más. Es también quien pone la reflexión teórica en un espacio central, compulsando siempre el pensamiento con la realidad, y dotando a esa reflexión de espíritu creativo para descubrir lo nuevo y lo necesario, aunque a veces lo nuevo y lo necesario lo lleve a cuestionarse a sí mismo y ponga a su disposición caminos inéditos o lo inste a rediseñar o reorientar en contenidos o formas aquéllas que venía recorriendo.
Muy seguido, tener una concepción ideológica para algunos es como tener la varita mágica de las hadas madrinas a cuyo solo movimiento y mención de las palabras casi divinas del catecismo ideológico, las cosas se harán solas. Y siempre de manera inmutable y eterna.
Permítaseme transcribir algunos párrafos de un discurso mío al respecto, frente a militantes principalmente jóvenes:
“La ideología es como el agua pura de las lluvias o los puquiales andinos, límpida pura, transparente. El agua salta, corre, fluye suavemente o en torrentes poderosos. Encuentra siempre su camino cuando es libre, crea vida y a veces enfurecida, arrasa. Pero cuando el agua es aprisionada en represas y abandonada, a su suerte, se corrompe, hiede, emana miasmas y apenas si habitan en ella algunos insectos y alimañas.
También la ideología necesita ser libre para encontrarse a si misma, encontrar la naturaleza, los hombres y las mujeres, la vida y la historia; para entender el pasado, interpretar el presente y diseñar el futuro, para crear, recrear y recrearse.
Si deja de confrontarse con la vida, si se le encierra en textos sagrados, en verdades reveladas e intemporales, en dogmas, en bulas papales, también como el agua se corrompe, su esencia creadora se torna estéril, muere como instrumento de liberación carcomida por las miasmas del dogmatismo, del sectarismo, del espontaneismo, del temor al cambio, de la ignorancia. La ideología como el agua clara siempre encuentra su camino cuando es libre, cuando confronta permanentemente con la vida, pues de ella aprende y a ella vuelve para hacerla mejor”.
 

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